sábado, 26 de noviembre de 2016

José Ortega y Gasset: Epílogo para Domingo Ortega


Constituyen toro y torero lo que los matemáticos llaman un «grupo de transformación», y lo así llamado es tema de una de las disciplinas más abstrusas y fundamentales de la ciencia matemática. Y como es sabido que la geometría reclama en sus cultivadores una peculiarísima dote nativa para la intuición de las relaciones espaciales, ello acontece también con la geometría del toreo. Solo que esta es una geometría actuada. En la terminología taurina, en vez de espacios y sistemas de puntos, se habla de «terrenos», y esta intuición de los terrenos —el del toro y el del torero— es el don congénito y básico que el gran torero trae al mundo. Merced a él sabe estar siempre en su sitio, porque ha anticipado infaliblemente el sitio que va a ocupar el animal.

Todo lo demás, aun siendo importante, es secundario: valor, gracia, agilidad de músculo. El esfuerzo y un continuado ejercicio permiten que quien carece de ese don llegue a aprender algunos rudimentos de la ciencia de los terrenos y consiga realizar, sin ser atropellado, algunas suertes gruesas como los capotazos de los peones. Pero el toreo auténtico y pleno presupone ineludiblemente aquella extraña inspiración cinemática que es, a mi juicio, el más sustantivo talento del gran torero. Por eso la excelencia de este aparece inmediatamente desde sus primeras actuaciones. Tampoco el torero se hace, sino que nace.

Pero si no decimos más, esa intuición de los terrenos queda ante nosotros como un puro enigma y, ciertamente, todos los talentos tienen un fondo intransparente. Sin embargo, creo que puede esclarecerse un poco el asunto si nos preguntamos cuál es el componente primario de aquel don. La respuesta sonará al pronto con son de gran perogrullada, pero no lo es. Ese componente primario de la intuición tauromáquica no es geométrico, sino psicológico: es la comprensión del toro. No nos referimos al conocimiento de las varias propensiones que los toros manifiestan en su comportamiento. Este conocimiento no es nativo. Se adquiere en larga experiencia, en suma, se hace. La «comprensión del toro», lo que en ella se comprende cuando se comprende, es su condición genérica de toro.

Ahora bien, el toro es el animal que embiste. Comprenderlo es comprender su embestir. Esto es lo que sonará a perogrullada, porque se da por supuesto que todo el mundo «comprende» la embestida del cornúpeta. Mas el aficionado que en un tentadero se ha puesto alguna vez delante de un becerro añojo saliendo casi indefectiblemente atropellado, si reflexiona un poco sobre su fiasco caerá en la cuenta de que la cosa no es tan perogrullesca. Porque sabe muy bien que no fue el miedo la causa de su torpeza. Un añojo no es máquina suficiente para engendrar temblores. La frustración fue debida a que no «comprendió» la acometida de la res. La vio como el avance de un animal en furia y creyó que la furia del toro es, como la del hombre, ciega. Por eso no supo qué hacer y, en efecto, si el embestir fiel del toro fuera ciego, no habría nada que hacer, como no sea intentar la huida.

Pero la furia en el hombre es un estado anormal que le deshumaniza y con frecuencia suspende su facultad de percatarse. Mas en el toro la furia no es un estado anormal, sino su condición más constitutiva en que llega al grado máximo de sus potencias vitales, entre ellas la visión. El toro es el profesional de la furia y su embestida, lejos de ser ciega, se dirige clarividente al objeto que la provoca, con una acuidad tal que reacciona a los menores movimientos y desplazamientos de este. Su furia es, pues, una furia dirigida. Y porque es en el toro dirigida se hace dirigible por parte del torero.

Esto es tan sencillo de decir como de entender y se ha dicho incontables veces y se ha entendido otras tantas. Pero con ello no se ha hecho sino entender unas palabras y absorber una definición, cosas ambas que nada sirven prácticamente delante de un res brava. Lo que hace falta es comprender la embestida en todo momento conforme va efectuándose, y esto implica una compenetración genial, espontánea y valdría decir que instintiva entre el hombre y el animal.

Eso es la comprensión del toro, el don primigenio que el torero de gran fondo encuentra dentro de sí, sin saber cómo, apenas comienza a capear. Como todo lo que es elemental, suele ser dejado a la espalda cuando se intenta esclarecer el misterio de la tauromaquia, pero es evidente que solo ese don hace posible, de un lado, la intuición de los terrenos, y de otro, el valor del torero. Aquella, porque solo entonces tienen para el hombre los movimientos furiosos del toro una dirección precisa y una ley que permiten anticipar su desarrollo y acomodar a este el propio movimiento o la propia quietud.

El valor en el gran torero no tiene nada que ver con la insconsciencia de cualquier mozo insensato, sino que en todo instante se halla bien fundado, fundado en la lúcida percepción de lo que el toro esté queriendo hacer. Como la furia del astado es clarividente, lo es también el valor del diestro ejemplar. No pueden ser las cosas de otra manera para que se produzca esa sorprendente unidad entre los dos antagonistas que toda suerte normalmente lograda manifiesta. Ante la furia del bravío animal el aficionado o el mal torero se limitan, cuando más, a articular un ensayo de fuga. El torero egregio, en cambio, se apoya en esa furia como en un muelle y es ella quien sostiene su actuación. Torear bien es hacer que no se desperdicie nada en la embestida del animal, sino que el torero la absorba y gobierne íntegra.

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